la isla del silencio una aventura de intriga pablo poveda

Ser periodista se sintetiza a solo una cosa: eres una patraña. Jamás me lo contaron en la capacitad. Recuerdo que lo pregunté múltiples ocasiones. Pero quien debía decirme esto, arruinaría mi carrera y probablemente me habría transformado en médico o letrado. En mi caso, no había mucha opción, y además de esto siempre y en todo momento había sido un estúpido. De ahí que me transformé en el trabajo, siendo lo destacado de mis compañeros. Siendo lo destacado que existió en ese maldito períodico. No obstante, mi carrera terminó próximamente. Internet terminó lo menos que quedaba del papel y todo el planeta se volvió desquiciado, como en la crisis del 29 pero en esta ocasión, en vez de tirarse por una ventana contra el asfalto, se lanzaba contra otra ventana. La crisis económica, España y el mundial de fútbol y una generación de jóvenes realizando las tardes en la Puerta del Sol. Era julio, la policía repartía mamporros y nosotros lo veíamos en televisión, sentados en un sofá de alumnos, con una Mahou en la mano. Alicante era un San Francisco español con sus palmeras, rameras a ocultas, turismo de sandalias y calcetines altos. Tuve mucho más suerte que otros compañeros de capacitad, que entonces trabajaban poniendo perros calientes o disfrazándose de Harry Potter para ganarse la vida. Yo podía poner el trasero para redactar y si bien fuera poco, me pagaban de ahí que. Algo de hocico y unas prácticas no retribuidas y de a poco me hicieron orificio en un escritorio. Un montón de folios reciclados y un pc prehistórico para redactar novedades en Las Provincias, el segundo períodico por la cola que cubría el Levante español. Aquel verano fue un infierno, y no solo por el estupor de la calle, que transformaba a las avenidas en un horno crematorio. No, no solo de ahí que. Asimismo por la multitud. La multitud que me rodeaba. Había llegado a mis límites o yo a los suyos. A inicios de verano tomé la determinación de establecerme en el jornal y de esta manera sentenciar a mi muerte profesional con la sección de hechos. Por muy mal comprado que estuviese, me daban lo bastante para sostenerme, abonar las facturas del piso donde vivía y los vicios del fin de semana. Escuchábamos la Cadena Ser pues la línea del períodico era contraria y eso les hacía sentir mejor a mis jefes, cincuenta revolucionarios intentando encontrar la realidad bajo sus tablas. Me importaba mucho más bien poco, por no decir una mierda, pero se encontraba cansado de oír a Gabilondo por el hecho de que aparte de ser un pelmazo, pertenecía a otra temporada. Ortiz era un viejo calvo y larguirucho que siempre y en todo momento vestía camisas de cuadros y tenía el bigote amarillento de fumar Ducados.

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