la aventura equinoccial de lope de aguirre y oro de

Robert Southey (1774-1843), el menos recordado de los versistas lakistas, sostuvo una relación incesante con España: en una fecha tan temprana como 1797 –tras estudiar en Westminster School, de donde fue expulsado por divulgar un producto opuesto a la flagelación, y en Oxford, donde, según sus expresiones, solo aprendió a nadar y algo de removió viajó por la Península y publicó unas sagaces Cartas desde España, a las que proseguirían las traducciones del Amadís de Gaula, el Palmerino de Inglaterra y el Poema de Mi Cid; un contundente recuento de las guerras napoleónicas en este país, Historia de la Guerra Peninsular; y este La expedición de Ursua y los crímenes de Aguirre, aparecido en 1821. Su persistente dedicación a la civilización hispana le valió formar parte a la Real Academia De españa de la Historia, cargo que compatibilizó con el de Poeta Laureado en el su país. Con La expedición de Ursua…, Southey transforma en literatura lo que hasta el momento solo había sido historia, un sanguinolento episodio de la conquista de españa de América, recogido en las crónicas seis y setecentistas de José de Acosta, Lucas Fernández de Piedrahíta y Pedro Simón. Ejerce de este modo una transformación creativa –un ennoblecimiento estético– que cultivarán después en nuestro idioma, entre otros muchos, García Márquez, con el Relato de un náufrago, o, aún mucho más osado, Gil de Biedma, con la incorporación de el “Informe sobre la administración general en Filipinas” en su Retrato del artista en 1956. Southey es asimismo el primero que contribuye una visión artística de Aguirre. Entonces, si bien bastante después, le proseguirían Ciro Bayo, Uslar Pietri, Ramón J. Sender –con su conmemorada novela La aventura equinoccial de Lope de Aguirre–, Abel Posse, Gonzalo Torrente Ballester y Miguel Otero Silva, con distintas anhelos mitificadores o reivindicativos; y, en el cine, Carlos Saura y Werner Herzog, que grabó en 1972 al barroco Aguirre, la cólera de Dios, cuya imagen señera es la cara desguazado de Klaus Kinski. Aun Francis Ford Coppola ha reconocido la predominación del personaje en Apocalipsis Now.

Lope de Aguirre, nativo de 1510, “católico viejo, hijo de medios progenitores, en prosperidad filldalgo, natural vascongado en los reinos de España, vecino de la villa de Oñate”, como se detalla a sí mismo en su histórica carta a Felipe II, había pasado a Perú en 1536, animado por las novedades sobre las considerables riquezas del conjunto de naciones traídas a España por Francisco Pizarro. Antes de transformarse en el criminal que fue, Aguirre luchó por una aceptable causa, al lado del virrey Blasco Núñez Candela: la implantación de las Leyes Novedosas, que pretendían terminar con las confías y dejar en libertad a los originarios. De las luchas intestinas que provocó ese intento reformador, Aguirre salió vivo, pero desengañado, con un pie deteriorado y las manos quemadas, gracias a un arcabus imperfecto: su apariencia no debió ser muy tranquilizador. Tras incontables pendencias y incidentes, Aguirre se alistó a la expedición estructurada por Andrés Hurtado de Mendoza, virrey de Perú, en Omagua y El Dorado, la mítica tierra del oro de america, en 1560, capitaneada por otro navarro , Pedro de Ursúa. Con la promesa de los inestimables provecho que daría aquella aventura, el virrey pretendía que se enrolaran todos y cada uno de los bergantes, asesinos y insurrectos de sus dominios; y, en decisión correcta, lo logró, si bien asimismo logró que se juntaran en esa flotilla suficientes “espíritus turbulentos” –de esta forma los llama Southey, si bien después, menos eufemístico, los define como “el ejército de rufianos mucho más viles de Perú”– para que un agitador nato como Aguirre encontrase a los seguidores inmejorables de sus desaforos. La fuerza la componían trescientos españoles, ciertos negros y un número impreciso de sirvientes indios y mestizos, si bien estos redujeron drásticamente durante la travesía, dada la práctica de Aguirre de usarlos como lastre en el momento en que los bergantines flaqueaban o las provisiones escaseaban; y, ya que varios de los indígenas que vivían en aquellas selvas eran caníbales, el futuro de los dejados no era muy conveniente. La expedición de Ursúa… relata el viaje de esta tropa por los ríos del Amazonas hasta la Isla Margarida y Barquisimeto, en una sucesión desvariada de homicidos, traiciones, degüellos, expolies y venganzas. Lope de Aguirre hace matar primero a Ursúa, cuya prudencia y buen juicio, sobre no descolgar, estaban nubosos por la absorbente presencia en la expedición de su apasionado, la hermosa Inés de Atienza, a quien Aguirre asimismo va a ordenar despachar , para eludir las discusiones entre sus hombres por los favores. Después va a subir como jefe de la expedición a un títere, Fernando de Guzmán, a quien hace coronar rey de la Tierra Estable y del Perú y en cuya presencia renuncia a su lealtad a Felipe II: Aguirre el Desquiciado va a ser asimismo, desde ese instante, Aguirre el Traidor y, después, en el momento en que haya perfeccionado sus talentos homicidas, Aguirre el Tirano. Bajo el supuesto orden de Guzmán, los marañones aspiran no solo a apoderarse Perú, sino más bien a todas y cada una de las Indias, si bien su reinado va a ser corto, pues Aguirre –que, como afirma Southey, “se recrea al asesinato”– no tarda a mandarlo al otro planeta con una descarga de arcabucería, seguida de un apuñalamiento meticuloso. Transformado ahora en la cabeza aparente de la partida, Aguirre y sus rebelados llegan a la Isla Margarita, donde liquidan al gobernador y docenas de pobladores, si bien el Desquiciado, borracho de desconfianza, asimismo expurga sus filas, descartando a los enfermos , quienes charlan en voz baja, a los que incumplen sus órdenes –ni matan– con bastante entusiasmo. De esta forma, en el momento en que abandonan la isla, asediados por los colonos fieles al rey, de los trescientos embarcados quedan menos de la mitad. Ahora en Borburata, desde dónde quiere apoderarse Panamá, Aguirre manda una carta a Felipe II, a quien se dirige con destemplada camaradería, donde, adjuntado con increpaciones y retos, esboza algo semejante a una explicación de su conducta, que tiene mucha rebelión luciferina, de alzamiento despechado por la ingratitud del monarca. Esta misiva, que no es una parte literaria repudiable, tiene dentro una corrosiva demanda de la administración colonial, carcomida por el nepotismo, la venalidad y la injusticia, y se ceba primordialmente con los monjes: “se entregan al lujo; consiguen pertenencias; vienen los sacramentos; son al unísono ambiciosos, violentos y glotones; esta es la vida que llevan a América”, según transcribe Southey. Al fin, Aguirre y lo que queda de sus marañones son encerrados en Barquisimeto por una fuerza superior, dirigida por Diego García de Paredes. Frente a la inminencia de la presa, el Ido apuñala a su hija Elvira, para ahorrarle la ignominia de verse ultrajada y considerada hija de un traidor, y se encara a sus secuaces, que desean ganarse el favor de la presa justicia real volviéndose entonces contra su caudillo. Un primer tiro solamente le hiere, y Aguirre, con un aplomo que hela la sangre, le recrimina a su creador: “Esto está hecho daño”, afirma; el segundo cabezazo lo recibe en el pecho, pero, antes de caer fallecido, todavía tiene tiempo de apostillar: “Este va a ser bastante.” Entonces le cortaron la cabeza, que fue mostrada, en una jaula, por las ciudades de Venezuela; su cuerpo fue descuartizado y medianamente lanzado a los perros, y su casa natal, derribada.

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